Capítulo 1
El impacto del sencillo marco gris que
rodeaba la foto contra la mesa produjo un ruido seco y desagradable.
Miré a mi alrededor. En la sala, iluminada por el tenue fulgor de la
luna, nada había cambiado. No había nadie.
Esbocé una pequeña sonrisa irónica.
Por supuesto que no había nadie. Solo era una simple foto familiar:
cuatro pares de ojos que me observaban, de forma lejana e indiferente,
como si estuviesen viendo a través de mí.
La familia cuya casa estaba irrumpiendo
parecía estar formada por una madre, un padre, una niña y una abuela. La mujer a la que yo asigné el papel de madre era
joven. Su pelo era castaño, con reflejos rubios, y numerosas pecas
adornaban sus mejillas. El padre tendría entre treinta y treinta y
cinco años, y tenía una amable mirada que sugería una personalidad
muy bondadosa e ingenua. Me fijé en la niña. Tendría unos cinco
años. Su sonrisa era muy dulce, y empequeñecía sus ojos azules.
Los niños siempre originaban en mí un profundo desasosiego: parecía
como si su felicidad y dulzura fuese ahogada por el mundo con el paso
del tiempo. Ojalá ese no fuese el caso de esa niña.
Por último, advertí a la víctima.
Era una anciana. Parecía estar en el pleno uso de sus facultades,
pero tampoco podía afirmarlo con rotundidad. En la foto llevaba un
vestido estampando con pequeñas flores, de colores pastel. Parecía
una buena persona.
Sin embargo, no sentí ni el menor
atisbo de lástima o pesar ante su inminente muerte. Probablemente ya
había conseguido inmunizarme hacia esos sentimientos.
Dejé la foto encima de la mesa, esta
vez procurando no hacer ruido. El resto de la sala no llamó mi
atención: un sofá orientado hacia una televisión, una mesa con un
florero que carecía de flores y un pequeño peluche, una lámpara
que encontré demasiado elegante para mi gusto, y un par de
estanterías llenas de libros.
Subí las escaleras, acompañado por el
fuerte ruido que originaban mis zapatos. Atravesé el pasillo, y me
pregunté cuál sería su cuarto. Me encogí de hombros y entré por
la primera puerta que divisé.
Era una habitación pequeña. Tenía un
armario del tamaño justo para una persona, una cama con sábanas de
colores pastel, un crucifijo de madera colgado en la pared del
lateral de la cama y una pequeña estantería, con figuras de
cerámica y libros.
Una mujer descansaba en la cama.
Parecía tener un sueño agradable. Me acerqué a ella aliviado; el
hecho de que estuviese dormida simplificaba mucho las cosas.
No me gustaba demasiado ver cómo la
vida abandonaba un cuerpo, cómo esa unión se rompía, pero me sentí
incapaz de cerrar los ojos. Con un movimiento que se asemejaba a una
caricia, mi mano derecha rozó su pelo extrayendo de su cabeza, poco
a poco, una esfera grisácea en los extremos y blanca en el centro.
Ella no gritó, y me sorprendí a mí mismo sintiendo consuelo cuando
pensé que no había sufrido ningún tipo de dolor.
El cuerpo que reposaba en la cama se
veía diferente, como si estuviese petrificado. Desprovisto de esa
pequeña esfera, de ella, solo era un conjunto de polvo que se
convertiría en cenizas.
- Acuérdate de que polvo eres y al
polvo volverás – Susurré al cuerpo de aquella mujer.
La esfera irradió una débil luz
durante un segundo, que se apagó súbitamente. Me pregunté si
aquella alusión al Miércoles de ceniza la gustó, o si por el
contrario, la ofendió. Decidí pensar que había sido lo primero.
Abandoné la habitación, pensando en
la agitada y triste mañana que tendría aquella familia el día
siguiente. Seguramente, lo harían parecer mucho más dramático de
lo que realmente era. Al fin y al cabo, el cuerpo moriría, pero ella
no.
Crucé el pasillo y bajé las
escaleras.
Fue en el salón donde la vi. Ella
sostenía el pequeño peluche de un conejo, mirándolo de forma
cariñosa, como si fuese su mejor amigo. Sin embargo, pude distinguir
que esa mirada también contenía cierta tristeza, como si se
sintiese culpable de haberse ido a dormir sin él.
Seguí caminando, queriendo salir de su
casa. Me sentí ligeramente incómodo al estar en la misma habitación
que ella; la niña subiría a su cuarto y seguiría durmiendo,
ignorando la presencia de la persona que había provocado la muerte
de su abuela.
Pero al escuchar mis pasos, se giró. Y
me miró.