jueves, 7 de julio de 2016

Capítulo 1: Muerte silenciosa.

Capítulo 1


El impacto del sencillo marco gris que rodeaba la foto contra la mesa produjo un ruido seco y desagradable. Miré a mi alrededor. En la sala, iluminada por el tenue fulgor de la luna, nada había cambiado. No había nadie.
Esbocé una pequeña sonrisa irónica. Por supuesto que no había nadie. Solo era una simple foto familiar: cuatro pares de ojos que me observaban, de forma lejana e indiferente, como si estuviesen viendo a través de mí.
La familia cuya casa estaba irrumpiendo parecía estar formada por una madre, un padre, una niña y una abuela. La mujer a la que yo asigné el papel de madre era joven. Su pelo era castaño, con reflejos rubios, y numerosas pecas adornaban sus mejillas. El padre tendría entre treinta y treinta y cinco años, y tenía una amable mirada que sugería una personalidad muy bondadosa e ingenua. Me fijé en la niña. Tendría unos cinco años. Su sonrisa era muy dulce, y empequeñecía sus ojos azules. Los niños siempre originaban en mí un profundo desasosiego: parecía como si su felicidad y dulzura fuese ahogada por el mundo con el paso del tiempo. Ojalá ese no fuese el caso de esa niña.
Por último, advertí a la víctima. Era una anciana. Parecía estar en el pleno uso de sus facultades, pero tampoco podía afirmarlo con rotundidad. En la foto llevaba un vestido estampando con pequeñas flores, de colores pastel. Parecía una buena persona.
Sin embargo, no sentí ni el menor atisbo de lástima o pesar ante su inminente muerte. Probablemente ya había conseguido inmunizarme hacia esos sentimientos.
Dejé la foto encima de la mesa, esta vez procurando no hacer ruido. El resto de la sala no llamó mi atención: un sofá orientado hacia una televisión, una mesa con un florero que carecía de flores y un pequeño peluche, una lámpara que encontré demasiado elegante para mi gusto, y un par de estanterías llenas de libros.
Subí las escaleras, acompañado por el fuerte ruido que originaban mis zapatos. Atravesé el pasillo, y me pregunté cuál sería su cuarto. Me encogí de hombros y entré por la primera puerta que divisé.
Era una habitación pequeña. Tenía un armario del tamaño justo para una persona, una cama con sábanas de colores pastel, un crucifijo de madera colgado en la pared del lateral de la cama y una pequeña estantería, con figuras de cerámica y libros.
Una mujer descansaba en la cama. Parecía tener un sueño agradable. Me acerqué a ella aliviado; el hecho de que estuviese dormida simplificaba mucho las cosas.
No me gustaba demasiado ver cómo la vida abandonaba un cuerpo, cómo esa unión se rompía, pero me sentí incapaz de cerrar los ojos. Con un movimiento que se asemejaba a una caricia, mi mano derecha rozó su pelo extrayendo de su cabeza, poco a poco, una esfera grisácea en los extremos y blanca en el centro. Ella no gritó, y me sorprendí a mí mismo sintiendo consuelo cuando pensé que no había sufrido ningún tipo de dolor. 
El cuerpo que reposaba en la cama se veía diferente, como si estuviese petrificado. Desprovisto de esa pequeña esfera, de ella, solo era un conjunto de polvo que se convertiría en cenizas.
- Acuérdate de que polvo eres y al polvo volverás – Susurré al cuerpo de aquella mujer.
La esfera irradió una débil luz durante un segundo, que se apagó súbitamente. Me pregunté si aquella alusión al Miércoles de ceniza la gustó, o si por el contrario, la ofendió. Decidí pensar que había sido lo primero.
Abandoné la habitación, pensando en la agitada y triste mañana que tendría aquella familia el día siguiente. Seguramente, lo harían parecer mucho más dramático de lo que realmente era. Al fin y al cabo, el cuerpo moriría, pero ella no.
Crucé el pasillo y bajé las escaleras.
Fue en el salón donde la vi. Ella sostenía el pequeño peluche de un conejo, mirándolo de forma cariñosa, como si fuese su mejor amigo. Sin embargo, pude distinguir que esa mirada también contenía cierta tristeza, como si se sintiese culpable de haberse ido a dormir sin él.
Seguí caminando, queriendo salir de su casa. Me sentí ligeramente incómodo al estar en la misma habitación que ella; la niña subiría a su cuarto y seguiría durmiendo, ignorando la presencia de la persona que había provocado la muerte de su abuela.
Pero al escuchar mis pasos, se giró. Y me miró.

miércoles, 6 de julio de 2016

Manayumi.

La joven pelinegra levantó su azul mirada y miró su propio reflejo en el espejo, un espejo cruel que la mostraba todos sus ángulos, truco realizado gracias a los 7 espejos más que conformaban aquella sala que, a pesar de apenas tener unos pocos metros cuadrados de espacio, no resultaba claustrofóbica; quizás por el mismo hecho que el por qué ella podía ver tantos ángulos de su propia figura.
No distinguía puertas, no distinguía ventanas. Y a pesar de que se podía ver en los espejos, tampoco había lámparas o candelabros que pudieran dar aquella tenue iluminación.
Pasaron segundos,
Minutos,
 Horas...
Quizás días también y sin embargo, nada indicaba cómo podía haber llegado allí, ni dónde estaba... Ni siquiera si estaba acompañada con alguien más que la vil sombra de sus miles de reflejos.
Los primeros días fueron lentos. Muy lentos. Como si el tiempo quisiera durar lo máximo posible, como si quisiera estirar sus finos dedos hacia un final al que nunca llegarían. Observaba su piel pálida, sus azules ojos, rasgados de una forma exquisita dándole al rostro una imagen entre occidental y asiática, aunque con una ligera tendencia a lo segundo. Observaba las ropas que llevaba. No recordaba que en su vida se hubiera vestido entera de blanco, y sin embargo en ese momento llevaba un kimono de tal color cuyas mangas llegaban a su cintura y la tela terminaba un poco antes de llegar al tobillo. No dudó en desnudarse al cabo de varios días para comprobar si había sido agredida y por eso no sabía cómo había llegado. Lo único que encontró fue una fea marca que rodeaba toda su garganta. Tenía profundidad y era muy oscura. El simple hecho de verla la asqueó, quiso vomitar y a duras penas consiguió retener unas arcadas, por lo que se volvió a tapar con el kimono y, desesperada, golpeó los cristales que la hacían prisionera, pero éstos no se rompían ante la fuerza de la joven, que al cabo de un largo rato se dio por vencida y se tumbó en el suelo llorando de desesperación y desconsuelo.
Durmió. Tampoco sabemos con exactitud el tiempo que pasó durmiendo, pero cuando despertó, la asquerosa marca en su cuello seguía ahí. Y lo curioso es que en ese momento se dio cuenta de que no podría vomitar más que bilis (que su cuerpo no llegó a expulsar), pues no había tenido aún la sensación de hambre. Sensación de la que no fue consciente durante su confusión y desesperación.
-¿Hay alguien ahí?-preguntó con un hilo de voz, si esa gente que estaba ahí no había oído sus lloros y gritos, seguramente no oirían estas preguntas, pero necesitaba hacerlas- Por favor... Manifestaos...¿Por qué estoy aquí?¿Por qué yo?-gimoteó- ¿Qué vais a hacer conmigo?
No pudo seguir con las preguntas. Más jadeos desembocaron a más lágrimas que poco a poco se hacían más silenciosas.
Así pasaban los días, las noches. Uno se sucedía tras el otro ante Manayumi a pesar de que no era consciente de ello.
Un día, comenzó a sentir un ligero dolor en el pecho. Un dolor que al principio era apenas perceptible, pero que con el paso del tiempo comenzó a aumentar...
Y a aumentar...
Y A AUMENTAR.
De pronto, Manayumi apenas se podía mantener de pie sin apoyarse en los cristales, y lo inexplicable ocurrió.
Cayó sobre el frío y duro suelo adolorida. El dolor que había comenzado en el pecho, se había expandido por todo el cuerpo y era insoportable.
Y gritó.
Gritó de desesperación, gritó de dolor. Gritó por que alguien se compadeciera de ella y la liberase de ese dolor, que la matasen, que la durmieran, que terminaran con ese dolor por cualquier medio...
A 66 días de su infierno, uno de los cristales se rompió y de él salió un hombre con un kimono como el de ella pero completamente negro y una espada colgando en su cintura. Su cabello era muy corto y oscuro, su mirada era dura y sus labios estaban fruncidos acentuando el duro aura que el hombre irradiaba.
Se acercó a la joven, tendida en el suelo con el kimono rasgado, dejando ver así una extremidad que antes no formaba parte de ella.Una fea ala huesuda y oscura salía del cuerpo a la altura de los omóplatos. Tenía el color de la carne podrida, y comenzaba a unos centímetros del inicio del ala, formando un macabro degradado.
El hombre no dudó en elevar la espada y cortar esta protuberancia.
Seguidamente, el cuerpo de la mestiza se deshizo en cenizas que desaparecieron, dejando únicamente como rastro de aquella vida una esfera azulada en los extremos y blanca en el centro. Su liberador se acercó a lo que ha quedado del alma de la ojiazul y dijo con un tono de tristeza:
-Ya no sufrirás más, pequeña.
Tomó el alma de la joven entre sus manos y se metió por el hueco del cristal que ha roto para liberarla y llevarla así a un lugar en el que cumplir la promesa que le había hecho.